Barra búsqueda

sábado, 14 de mayo de 2011

Leyenda de San Juan de Sahagún

Las nobles piedras de Salamanca cantan la leyenda áurea de San Juan de Sahagún. El comparte, juntamente con Santa Teresa, el patronazgo de la ciudad. Las calles de Tentenecio, Traviesa, Pozo Amarillo, Padilleras, plaza de la Concordia multiplican su recuerdo de taumaturgo y pacificador de las discordias de otros tiempos. Fueron sus padres dos próceres leoneses, don Juan González del Castrillo y doña Sancha Martínez, cuyo seno, estéril durante mucho tiempo, floreció en hermosura y olor de santidad. Después de una novena de preces, ayunos y limosnas Santa María de la Puente les hizo el regalo deseado. Juan nació probablemente en el año 1430 o 1431, estando ausente del hogar su padre en la guerra de Juan II contra les moros. El niño fue educado por los monjes benedictinos del pueblo nativo, Sahagún. Como se le vio inclinado a los estudios eclesiásticos, nadie contrarió su vocación. Muy joven recibió la tonsura y estudió artes y teología, favoreciéndose de las rentas de un beneficio que cobraba su padre, aunque pronto, por delicadeza de conciencia, renunció a él. Por sus buenas prendas puso los ojos en él el obispo de Burgos, Alonso de Cartagena, que le tomó para su familiar y camarero. El mismo le ordenó de sacerdote y le hizo canónigo de la catedral. Pero ni el canonicato ni otros beneficios le dieron el sosiego que andaba buscando para vivir más unido a Dios. Renunció, pues, a todo, dejando el palacio episcopal, y tomó cura de almas en la parroquia de Santa Gadea, o Santa Agueda, famosa en nuestra historia medieval por los juramentos de los nobles. Allí el Cid Campeador tomó juramento al rey Alfonso VI de no haber tomado parte en la muerte de Sancho, su hermano y predecesor. En el convento de San Agustín se comentaban con pena los sucesos de la ciudad, abrasada de odios. Sobre todo a fray Juan le daban pena tantos pecados, tanto desorden y miseria pública. Había que purificar la ciudad con lágrimas, oraciones, penitencias y palabras de fuego. Y se decidió a levantar la voz y dar la batalla del amor, lanzándose a la calle a predicar la paz. Como predicador era ameno, dulce y persuasivo. "Vamos a oír al fraile gracioso", decían las gentes embelesadas. Pero sabía también sacar los registros pavorosos de la elocuencia. Arrullaba y tronaba a la vez. Y comenzó su apostolado pacífico predicando en las iglesias y en las calles. Se metía por las casas, hablaba a las personas de más influencia, amenazaba a los más turbulentos, cantaba la bienaventuranza de la paz y de los pacíficos. A voces todo el día gastaba en su trabajo, sin acordarse de volver a casa a tomar los alimentos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario